Por: Ana María Pérez Villa
Esta historia utiliza el espacio (la casa de mis abuelos maternos) como una herramienta de reminiscencias y de significaciones para darle vida a quién ya no está. Además de contar con un agente transformador -mi abuela Celina-, quién con su presencia y sus habilidades convierte la mayor habilidad de mi abuelo (la música) en obras de arte hechas con sus manos, figuras, colores y textura donde seguimos sintiendo su presencia.
Era un día muy feliz y estábamos celebrando su vida, sus sueños. Él estaba saludable y lo teníamos con nosotros; que tras tantos meses de angustia -Dios y la vida- nos estaban recompensado con su presencia. En la sala del Niño Jesús, que es así como la recuerdo, había muchas mesas decoradas con manteles plateados y blancos. Habían bombas de colores en el techo y un letrero de toda una pared donde todos Le deseamos “Feliz Cumpleaños” y por dentro en silencio nos decíamos, “gracias a la vida”, porque nos entregó al abuelo con todos sus días de vida, historias y presencia. No parabamos de sonreír. Yo sé que él estaba feliz. Lo abrazamos, alabamos, felicitamos y yo lo veía desde una habitación con sus canas bien peinadas y con su seriedad, pensando en quién sabe qué.
De pronto las bombas explotaron, las velas del pastel se apagaron y las sonrisas se desdibujaron, estábamos todo en casa estáticos, fríos y congelados en el tiempo. Él se había ido. Mi abuelo había decidido partir….
Fundir a negro…
Eran las 2:00 a.m. del miércoles 4 de julio, y de pronto sentí a mi mamá llorar. Ahí entendí por qué, era verdad, se había ido y para siempre: la muerte había llegado por él. Salí de mi habitación y la luces de la casa estaban encendidas, mi papá la estaba abrazando; ante tal escena lo único que se me ocurrió decir fue: ¿ya?
Mi mamá levantó la cabeza y entre lágrimas dijo: – Sí mami, ya está descansando. Confieso que no me sorprendió, la noche anterior lo vi tan mal que lo único que pude sentir fue agradecimiento por la vida. Por el Dios en el que creyó. Por todos los momentos maravilloso que viví a su lado. Por todo lo que aprendí de él para la vida, porque aunque amo la música no es una de mis habilidades fuertes.
No pude dormir el resto de esa noche
A eso de las 6:00 a.m. me levanté. Me organicé lo más acorde posible a la ocasión de un adiós definitivo. Tenía el cabello suelto y estaba vestida de negro, de la cabeza a los pies. Un color que amo, pero que ese día solo describe la profunda tristeza de saber que no nos volveríamos a ver jamás al abuelo. Caminé hasta la casa de mis abuelos, tal vez a enfrentar una de las realidades más duras de mi vida, la muerte y la profunda tristeza ante la partida de quienes amo. Cuando estaba en la esquina próxima a la casa sentía como las pulsaciones aumentaban a cada paso, como se me anudaba el pecho y llegaba una necesidad de llorar… Llegó el momento inevitable, crucé la puerta blanca donde tantas veces lo ví parado observando como jugaba con mis primitos en la calle cuando éramos niños y sonreía viéndonos crecer a su lado.
Al entrar lo primero que vi fue el órgano que tantas veces le escuché tocar pasillos, boleros y alabanzas religiosas en nuestras reuniones familiares. Ahora el órgano está en el mismo lugar y revestido de una tela roja para que se conserve de la mejor manera; así como yo conservo intacto su recuerdo cada vez que lo veo. En la primera habitación estaba ella, mi abuela, más triste de lo que yo podía imaginarme. Dejar ir a Arnulfo después de 60 años de matrimonio no era un reto nada fácil. Ella me decía: “Anita, yo no sé si voy a poder con esto”. Yo la abrazaba en silencio porque siempre he sentido respeto por el dolor de los demás y en el furor del sentimiento sé que no hay palabras que consuelan. En cambio los abrazos hablan por sí solos y transmiten mucho más de lo que yo le podía decir.
Caminé un poco más por la casa y llegué a la segunda sala. Era inevitable pensar en tantas navidades que compartimos juntos, con el árbol lleno de luces, el gran pesebre que él mismo se tomaba el tiempo de hacer junto con los tíos, los villancicos, las sonrisas, la preparción de la comida, las novenas, los abrazos de Año Nuevo y las lágrimas de nostalgia por los nuevos comienzos y las inesperadas noticias.
Ese fue su lugar de celebración, de empatía y de diversión con su familia. Ahí cambiamos todos al igual que en su corazón. Ahora que él ya no está, los objetos migraron como él o cambiaron de lugar; pero allí sigue viviendo su esencia, sus palabras, sus pasos y su fé. De hecho, hay una estatua de un Niño Jesús que tenía mucho significado para él y lo cargó de significado para nosotros. En la segunda habitación hay una estantería de casetes, VHS y Betamax donde se narran una gran cantidad de historias de la familia y por supuesto él estaba presente en todos los momentos, así fuesen pequeños detalles.
Así mismo me voy caminando por todos los espacios de la casa y descubriendo reminiscencias de él a través de esos espacios y de todo lo que vi y significó para mí. Mis recuerdos llegan al espacio donde hicieron una vida juntos: su habitación. Allí vuelvo a ver a mi abuela, que es ahora todo nuestro centro. Tejidos y música en un cuerpo de 88 años. Ella con sus hilos, telas y formas le da música a la casa, con su presencia y con su arte hace que el abuelo Arnulfo siga vivo. En su habitación los pentagramas y los hilos son uno solo. Finalmente me voy yo con ella al solar de la casa, soltamos el globo y lo dejamos perderse en el horizonte, lo dejamos ir a él. Soltamos su presencia y el dolor que nos causó perderlo. No nos aferramos más a la tristeza porque entre tejidos seguimos viendo su música.