
Por: Edwin Alexander Aterhotua Jaramilo
Teniendo 9 años, en enero de 2008, no sabía nada de la familia de mi papá pues nunca se hizo cargo de mí, y sabía muy poco de la familia de mi mamá Solo sabía que tenía un tío, varias tías, mi abuela y mi abuelo, y aunque a mi abuela sí la conocía, era una persona bastante distante y seca. Por lo que solo me quedaba con las historias de mi mamá y mi hermano acerca de mi abuelo. De su carisma, de sus cualidades como cuentero y dicharachero, y sobre todo de lo buen padre que fue. Siempre se me hacía extraño por qué no lo podía conocer, pues era una buena persona y cuando le cuestionaba a mi mamá, solo me decía que su familia era complicada… seguía sin entenderlo.
Un día llamaron a mi mamá. Su cara de preocupación se notó al instante. No sabía que estaba pasando. Cuando colgó, sus lágrimas empezaron a notarse y con dolor me dijo “vas a conocer a tu abuelo”. Después me daría cuenta que mi abuelo estaba sufriendo de un cáncer y otras enfermedades que a sus 72 años dejaban el peor dignóstico. El peor escenerario, y sin saber esto, me alegré porque al fin lo conocería. Y no solo a él, sino también al resto de mi familia.
Semanas después, viajamos a San Vicente Ferrer, departamento de Antioquia. Allí pude por fin conocer a otra parte de mi familia. Varios primos, y algunas tías. Y por fin a mi abuelo: un hombre flaco y alto, de 2 metros con 8 centímetros. Era gracioso verlo pasar por las puertas de aquella casa, pues tenía que bajar siempre la cabeza. Era tal como lo describió mi mamá y mi hermano: sonriente, dicharachero y amoroso. Sin embargo algo apagado a comparación de sus mejores épocas según mi mamá.
La razón de estar allí era precisamente é. Pues mi abuelo pidió como una de sus últimas voluntades que pudiera ver por última vez a sus 7 hijas juntas, de Medellín, de Cali y del Oriente antioqueño. A parecieron todas. Reunidas para cumplir la voluntad del hombre y poder verlo feliz antes de su partida.
Meses después, en octubre del mismo año, mi abuelo falleció. Dejando un vacío en la vida de sus hijas y de sus nietos. Mi mamá, mi hermano y yo volvimos a Medellín, con la esperanza de volver pues las relaciones familiares parecían mejorar. Y así, pareció durante los dos meses siguientes a la muerte de mi abuelo. En Navidad de ese año, se reunió toda la familia en la finca de la menor de las hermanas, mi tía Ana. Este lugar no se encontraba en el pueblo donde murió mi abuelo, pero sí cerca, en la vereda Las Frías, del municipio de Concepción, Antioquia.
Allí se encontraron de nuevo mis 6 tías, mis 21 primos y primas. Mi mamá, mi hermano y yo. Nunca me había sentido así en realidad: tantas personas que parecían que pertenecían en mí, me sentía pleno. Los regalos, los gritos, risas, charlas y una buena comida digna de una familia campesina fueron incomparables. Todo esto acompañado de un hermoso cielo estrellado que se podía apreciar por la ausencia de contaminación ambiental hicieron de esa Navidad una noche que no sale de mi cabeza.
Lo único que opacaba tal dicha, era la ausencia de ese gran hombre del que no pude disfrutar. Lo triste de todo el asunto, es que tal sentimiento de unidad nunca más lo iba a volver a sentir.