Por: Santiago Ríos Valencia
A inicios del año 2005, en el corregimiento de Santa Elena, Antioquia, una pareja envigadeña decide comprar una finca para pasar su adultez en calma, alejados del ruido y caos que existe en la ciudad. La finca se encuentra en la vereda Barro Blanco- sector El Rosario, y para este momento era una las primeras propiedades del sector, por esto mismo, tanto la finca como la familia fueron siendo muy reconocidos entre los habitantes del sector, que hasta hoy les tienen un gran afecto.
Desde el primer año de comprada, la finca y en especial, durante los últimos meses del año, se convirtió en un lugar de encuentro para hijos, nietos, primos, sobrinos y demás familiares de la pareja. Así fue que empezó una nueva tradición en la familia Ríos Pino.
El recuerdo de un abuelo que ya no está, el olor de las flores de la casa y sobretodo la comida de la abuela es lo que más recordamos cada diciembre en la finca de Santa Elena. Cada encuentro que tenemos nos evoca un recuerdo que siempre queremos conservar; cuando esperábamos de niños los regalos en cada 24 de diciembre y festejábamos el año nuevo con un asado, acompañado de música y una calidez familiar que contrarrestaba el frío de la media noche. “Entre flores y recuerdos”, es en esencia, el encuentro de las vivencias más importantes que nos ha dejado esta finca de dos pisos, de una sala amplia con una chimenea que calienta toda la casa, un gran comedor de madera y de cuatro habitaciones que tienen un vínculo especial con cada uno de los que se hospedaron en ellas.
La finca siempre será ese lugar de encuentro, por eso, con la abuela Nelly subimos cada fin de semana para darle vuelta y ver cómo estaba. Ella como siempre la ve más acabada y abandonada, pues dice, que ya no queda nada de como la tenía el abuelo…Era un 15 de diciembre cuando después de 10 horas de viaje por carretera llegábamos a la finca de los abuelos. Yo, quien en ese entonces vivía en Bogotá, acostumbraba visitar a los viejos junto con mis padres y mis hermanas, cada fin de año para pasar Navidad y Año Nuevo. Llegábamos de noche y lo primero que veíamos desde el portón era la casa cerrada, pero con todas las luces prendidas, como diciéndonos, ¡acá los estamos esperando!
Ansiosamente mi papá pitaba para que nos abrieran y poder reencontrarnos con los abuelos; que dentro de otras cosas son sus padres. La bienvenida más gratificante siempre era cuando la abuela Nelly nos recibía con una sonrisa de lado a lado y un café caliente para el frío. El abuelo por su parte, a esa hora (7:00 p.m.) siempre estaba acostado, pero lo despertábamos para saludarlo. Lo que más recuerdo era su barba recién contada que raspaba como ninguna otra. Sin nada más que hacer y con el cansancio acumulado del viaje, llegábamos a dormir.
Pasaron los días y mis primos por fin llegaban. Siempre el recuerdo ansioso esperándolos es lo que me invadía. Jugar fútbol con ellos y abrir los regalos, era lo que más me motivaba. Aunque todo parecía color de rosa, había algo que nunca faltaba en todas las navidades y que siempre nos aburría, las novenas. No era solo a los pequeños. El abuelo siempre se dormía a mitad de la novena, se cabeceaba con su cara malacarosa pero casi siempre esperaba hasta el final para irse a dormir.
Por fin llegó el 24 de diciembre. Era el gran día, mucho más que el 31, pues tener la ropa nueva -el “estren” (abreviación de estrenar) es una tradición muy colombiana. Y esperar que fueran las doce de la media noche, era la motivación de todos los que estábamos ahí. Durante el día estábamos siempre afuera, jugando futbol, con piedras, madera y lo que nos encontráramos para no aburrirnos, pues sino era eso, era ver televisión… pero ¡sin televisión internacional por cable! En la noche, nos reuníamos en el primer piso. Mi abuela, mi mamá y tía en la cocina preparando la cena, mi tío y mi papá en la sala junto con el abuelo, y nosotros los “niños” jugando. Esperando los regalos que siempre llegaban de sorpresa al lado de la chimenea.
La particularidad era que el abuelo siempre serio y con su costumbre de dormir temprano hacía que mágicamente todo llegara más rápido. Pues el anhelo de todos era vernos felices jugando con los regalos. Al otro día luego de la guachafita y la algarabía, nos levantábamos temprano, pero para sorpresa de nosotros, el abuelo siempre nos ganaba. A las 5:00 a.m. ya estaba bañado, arreglado y regando las matas. La verdad nunca lo entendíamos porque en medio de ese frío, se bañaba con agua fría. La abuela, por su lado, madrugaba a moler el maíz para hacer unas arepas grandes amarillas y caseras. Acompañadas de los mejores buñuelos que me he comido. Así siempre era cada diciembre, comida y buenos recuerdos.
Finalmente, era el 31 de diciembre por la mañana. El frío de siempre nos acompañaba en un día que siempre era nostálgico para todos en la casa y que siempre terminaba con un asado, un cielo estrellado y escuchando la música bailable de Olímpica Stereo. Cuando sonaba la canción “faltan cinco pa’ las doce” todos, con los ojos llorosos se abrazaban, algunas veces el abuelo me daba plata para la buena suerte y la pólvora que invadía el cielo era espectacular, aunque nosotros nunca compramos porque al abuelo le daba miedo, le tenía respeto.
Todo esto se repetía sin falta cada año, una finca llena de flores, unos abuelos que nos esperaban y un encuentro que siempre nos hacía falta.